27 enero 2011

Rojo

Cerro con fuerza los ojos, y al reabrirlos la mujer roja había desaparecido, giró la cabeza hacia todos lados pero la habitación de blanco estaba vacía, solo los gemidos y alaridos rebotaban en las paredes de su cabeza atenuándose en cada vaivén hasta que finalmente se desvanecieron entre los fantasmas de su memoria.

Se levantó, lento y tembloroso examinando paranóicamente las cuatro paredes blancas una vez tras otra, hasta que se detuvo en seco al distinguir el marco de una puerta. No recordaba que hubiera estado allí, tal vez la mujer se coloco frente a ella cuando era blanca y la ocultó de el. Dio la vuelta al picaporte metálico y dio un paso al frente. Ahora estaba en un pasillo tenue pero cálidamente iluminado, tapices de color vino y alfombrado color sangre, con sobrios candelabros dorados colgando del techo de caoba. Miro hacia atrás pero no había ni rastros de la puerta, o de la habitación blanca.

Avanzo la con pasos inseguros hasta llegar a una puerta de madera finamente tallada, que se encontraba entreabierta, y al asomarse observó que se trataba de un salón amplio, con un fino alfombrado escarlata. En un extremo había una chimenea grande, encendida, con suficiente leña para entibiar la habitación completa, y mantenerla así toda la noche. En el centro había una mesa larga, vacía excepto por los candelabros de bronce con velas apagadas. Caminó lentamente alrededor de la mesa hasta que finalmente se sentó a la mesa del lado de la chimenea, en el lugar a la izquierda de la cabecera. Se acomodó de forma desganada, casi recostado, con los hombros colgando y la mirada perdida ¿Cuánto tiempo había estado allí? ¿Acababa de llegar o habían pasado horas? ¿Cuánto tenía que no había dormido, comido o tomado agua?

Cerró los ojos por un instante y al abriros de nuevo la mesa ya no estaba vacía. Las velas ahora se encontraban encendidas y el reflejo de la llama anaranjada lamía la crujiente piel cristalizada con miel y naranja de un asado de pato colocado y adornado sobre una charola alargada de oro. A ambos lados había afilados cuchillos y cubertería dorada. A su derecha había una copa de vidrio con reborde metálico, con un licor que no conocía, de olor suave y un tanto dulce. Decidió que tenía hambre. Tomo un cuchillo y cortó casi sin esfuerzo un trozo, la carne era suave y ligeramente jugosa. Se la llevó a la boca. Al principio resaltaba el tono agridulce, pero al comenzar a masticarla el sabor se tornaba más fuerte, más serio, casi corpóreo. Tomo entonces un trago del vino, y el pequeño riachuelo espumoso bañó su lengua y paladar, detonando una sinfonía de sabor antes de deslizarse como seda hacia su estómago. Cerró los ojos y exhalo el resto de la esencia del licor por su nariz en un suspiro, y asi permaneció, disfrutando lo exquisito del momento, indiferente al paso del tiempo, hasta que sintió un escalofrío recorrer su espalda.

Cuando reabrió los ojos, los candelabros estaban vacíos, la chimenea apagada y donde antes reposaba el exquisito manjar yacía la mujer roja. Bajo la vista y vió sus manos, cubiertas de sangre. Miró de nuevo y la mujer roja era ahora negra